miércoles, 11 de marzo de 2009

UN ASUNTO FAMILIAR 6


Un Asunto Familiar

6ª entrega

El resto de la mañana transcurrió sin mayores sobresaltos. Mariano salió al campo en la camioneta una vez más; constató el avance de las labores programadas en los sembradíos de la estación; pasó al taller y ahí se quedó algún tiempo con el almacenista y el mecánico, el pollo y el pingüino, respectivamente, como les apodaban sus compañeros de trabajo. Llegó la hora de comer. Mariano mandó llamar a Eleazar, el chofer, para pedirle que llevara a don Ceferino Canales a su casa y que de regreso pasara por él y por don Juvenal si éste hubiera aceptado la invitación. Él caminó por los jardines hasta su casa, donde lo esperaba doña Nati, como cariñosamente la llamaba, con la comida lista. Cuando terminó de comer salió al jardín como solía hacerlo; desde ahí podía ver toda la estación; la vista de cuarenta y cinco hectáreas de geométricos maizales que dominaba desde la mayor altura en el pueblo le resultaba terapéutica; le tranquilizaba el paisaje, le inspiraba paz. Más allá de los límites de la estación por el norte, asomándose entre los árboles, los techos de teja de las casas en el pueblo rodeaban al viejo campanario de la iglesia en una visión intemporal, etérea; hacia el oriente, donde termina el pequeño valle por la salida a Ticumán, el cerro mítico del venado se eleva más de trescientos metros; por el oeste la propia estación del CIMYT marcaba la orilla del pueblo, mientras que por el sur, el panteón municipal se ubicaba en su extremo hacia el río. El pueblo aún conserva sus calles empedradas y banquetas angostas; la iglesia de San Miguel muestra todavía, para quien se detenga a buscarlos, los orificios de las balas que durante la revolución de 1910 impactaron en sus paredes y en su campanario; el antiguo palacio municipal guarda celoso los añejos olores impregnados en sus paredes, en la madera de sus pisos, en las columnas del vetusto patio. En el parque, los árboles cobijan entre sus ramas una multitud de fieles tordos que todos los días, poco antes de la puesta de sol, vuelven para contarles lo que han visto; a la sombra de los viejos robles, bajo los olorosos almendros y los alegres tabachines con sus anchas copas desplegadas como paraguas, los novios siguen echando novio, se dan cita al anochecer y, cuando ya los pájaros duermen, se embriagan sorbo a sorbo con su amor y sus miradas que queman sus corazones y sus cuerpos; más noche, los suspiros de esos enamorados son otro canto inmutable que llena el aire. Todo alrededor, la caña sigue meciéndose con embrujo seductor al ritmo suave de la tibia brisa de siempre. El tiempo parecía haberse detenido en Tlalti, pensó Mariano; en efecto, el pequeño pueblo y sus habitantes parecían continuar con sus vidas al margen de los acontecimientos que conmocionaban al país en esos días; no parecía participar ni del presente ni de los funestos acontecimientos que vaticinaba el fin del sexenio del Presidente López Portillo.
Mariano procuraba no preocuparse tanto y disfrutaba de lo que tenía al alcance de su mirada desde el pequeño oasis que había construido en el jardín de su casa, una cómoda y fresca palapa donde se deleitaba en la convivencia con los amigos y familiares que lo visitaban en fin de semana. Los albañiles excavaron quince centímetros en una superficie de doce metros cuadrados de tepetate a un costado de la casa y colaron el piso una vez que había sido puesta en pie la estructura metálica para el techo de hoja de palma, armada toda con tubería de desecho; construyeron los muros de tabique y se coló la superficie de la barra de concreto de ochenta centímetros de ancho, tres metros de largo y seis centímetros de espesor, a una altura de uno veinte; no quiso una simple barra recta y pidió a don Esteban, el veterano albañil de la estación, que le diera cierto ángulo desde cada extremo hasta medio metro hacia el centro. La barra quedó así divida en una parte central y dos alas laterales forradas de mosaico estilo valenciano. Debajo de la barra se arreglaron amplios espacios para servir de gavetas en las que había siempre todo lo necesario para ofrecer a los invitados. Hasta un fregadero se instaló para contar con agua ahí mismo. Además, desde el extremo más cercano de la casa se tomó la línea eléctrica que dotó de luz a la palapa. Mariano disfrutaba del lugar como si fuese un centro de recreo de fin de semana, su propio Oaxtepec, solía decir él.
Regresó caminando a la oficina puntualmente a las dos de la tarde. Para su enorme sorpresa, a la puerta lo esperaban don Ceferino y don Juvenal. Los saludó con toda la cortesía propia del agradecimiento y los invitó a pasar a su oficina. Don Ceferino caminó con ellos hasta la entrada; ahí se disculpó y los dejó solos. Mariano guió a don Juvenal hasta su oficina. Las secretarias no habían regresado aún. –¿Gusta usted tomar algo don Juvenal? -preguntó complaciente. –Gracias señor ingeniero; con un vaso de agua tengo. –Claro que sí, don Juvenal, ahora mismo se lo traigo. En breve, regresó con un vaso desechable lleno de agua del garrafón que mantenía afuera de su oficina. Extendiéndole el vaso preguntó sin más preámbulo:
-Dígame don Juvenal, ¿cuántos hijos tiene usted?
-Tres nomás señor ingeniero -fue la respuesta inmediata.
-Juvenal y Gudelia -agregó Mariano mientras el anciano devolvía al escritorio el vaso.
- Sí, señor ingeniero, los hijos de mi difunta esposa, Marta.
–Ah mire, yo creí que la hija se llamaba Gudelia por la madre. El viejo sonrió.
-La madre se llamó Marta Gudelia, señor ingeniero, pero nomás yo le decía Marta; todo el mundo le decía Gude.
–Tengo entendido que lo dejó solito hace muchos años, perdóneme que se lo recuerde.
-No tenga pena señor ingeniero. Me dejó viudo cuando nació la niña.
–Lo lamento don Juvenal. Pasaron algunos instantes; ninguno de los dos parecía tener prisa por llegar a ninguna parte.
-¿Y el tercero? -preguntó recordando que eran tres.
-Ese es mijo Emiliano; es mayor que los otros, ya va pa sesenta y cinco; nació antes de casarme con Marta, nomás que se me jue desde chico pa la capital; desde que se metió al servicio pal ejército ya no salió de ahí. Poco viene, sí, agregó después de una pausa.
Mariano estaba emocionado, don Juvenal acababa de cumplir noventa años, su semblante era el de un hombre apacible, encorvado a fuerza de los años, de cabello completamente cano, aunque aún parecía contar con la dotación de nacimiento completa. Curiosamente sus cejas permanecían oscuras y muy pobladas. De joven debió ser un hombre de mediana estatura y complexión delgada, nada particularmente impresionante, concluyó Mariano luego de breves instantes de observación. Sin embargo, no pudo evitar la admiración, ¿cómo se habrá visto de carrilleras y carabina al hombro? ¿Qué sentiría un muchacho de diecinueve años corriendo entre balazos? ¿Tendría idea de los motivos de la guerra? ¿Qué quedaría ahora de todo aquello en la mente del viejo? ¿Valió la pena, sirvió de algo? ¿Qué pensaría aquél protagonista de la historia, después de sesenta años de revolución institucionalizada? En el curso de los últimos dos sexenios el país había transitado desde la estrecha seguridad del nacionalismo revolucionario forjado por los Gobiernos de la Revolución, hasta la incertidumbre de la verdadera e inminente apertura internacional de la economía. El viejo trípode de la estabilidad política, social y económica cedía rápidamente bajo la presión desde dentro y desde fuera; luego de la pérdida de la estabilidad cambiaria frente al dólar norteamericano –en 1976 el peso pasó de 12.50 a 25.00 pesos por dólar- tras los excesos del gasto público, hubo que acostumbrarse a la inflación galopante del sexenio del Presidente López Portillo, quien en septiembre de 1982 nacionalizaría la banca en uno de los últimos actos de su administración; así, el estatismo de la política económica del Presidente Echeverría había alcanzado la cúspide con López Portillo y al mismo tiempo agotado sus posibilidades, sin tiempo para aprender a administrar la abundancia. Vendrían luego los grises años del Presidente De la Madrid, quien prepararía el escenario para la política neoliberal y el advenimiento de la alternancia en el poder. Lejos habían quedado los años de la Revolución Institucionalizada del partido oficial y un nuevo actor económico político hacía su aparición en la escena nacional: el crimen organizado. Y ahora que concluía un sexenio devastador para el país, caracterizado por un culto enfermo a la figura presidencial, seis años en los que habían quedado reducidos a cenizas los factores de la vieja estabilidad del régimen dictatorial de partido único, qué pensaría aquel viejo, aquél hijo de la tierra que se alzara en armas setenta años atrás, aquella leyenda viviente?

Consulte en estas direcciones las entregas anteriores:
Parte uno:

Parte dos:

Parte tres:


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